Después de los horrores de la Primera Guerra Mundial y una vez con el tratado de Versalles firmado, cuando todo el mundo quedó “cicho” nosotros seguimos peleando, en el 19 con los checoslovacos, en el 20 en la guerra Polaco-Lituana y ese mismo año expulsamos a los soviéticos de las puertas de la ciudad. Sinceramente, recuerdo poco de aquello. Luego vino la calma, como una rayo de sol que se filtra entre las nubes después de la tormenta, un momento en el que nos olvidamos de los problemas y todos levantamos la mirada para que nos dé de lleno en la cara. Pero este haz de luz vaticinaba la tempestad que iba a golpear nuestra puerta casi una década más tarde. Esta historia termina un 22 de Agosto de 1939.

Como estaba salí disparado, reinaba el caos, los alemanas habían lanzado un ataque blitzkrieg, caminé por aquellas calles que conocía de memoria, como sabiendo que desde aquel día, todo iba a ser distinto, subí por la Nowy Swiat, donde vi la Iglesia de la Sagrada Cruz y recordé cuando solía pasea con mi matka, diciendo que había sido construida en el S. XV, y que desde 1882 albergaba el corazón de Frédéric Chopin, el hombre que puso a nuestro país en boca de todos, como el resto de la ciudad, fue severamente dañada , pero volvió a su antiguo esplendor, como lo está haciendo Varsovia. El sonido de los bombardeos era ensordecedor, lo que hizo que apretara las manos y guiara mis pasos a la barbacana, el conjunto histórico de fortificaciones de la ciudad, que nos protegía desde 1500 con sus gruesos muros de ladrillo, unidos uno a uno en estilo renacentista, creyendo que podríamos hacer frente a los panzers alemanes que destruian todo a su paso, por un momento sentí como mi vida se desmoronaba junto a los muros a mi alrededor, y el salado sudor de mi frente, mezclado de sangre de mis amigos y escombros de las construcciones que había admirado se fundió con mis lágrimas para emprender un viaje al suelo de lo que había sido mi ciudad y la de otros 120.000 ciudadanos de origen judío que tomaron batalla como parte del ejército polaco.

Entre los 33.000 muerto y los 60.000 prisioneros estaba papá, nunca más volví a oir hablar de el.
Luego de la ocupación de Varsovia, los nazis comenzaron a idear planes para aislarnos, les llevó más de un año la creación del Gueto , donde casi 400.000 judíos fuimos apiñadas de un total de más 1.300.000 ciudadanos con los que contaba la ciudad, en un territorio correspondiente al 2,5% de la superficie.
Las condiciones de vida eran totalmente inhumanas, éramos obligados a usar un brazalete con la estrella de David y las jornadas de trabajo forzado eran interminables, como cuando en el invierno del 40’ cuando construimos un muro que cercara la ciudad, tenía 18 kilómetros de largo y tres metros de altura, todo por una ración de café negro y una rodaja de pan y volver a sumirnos en la pestilencia del hacinamiento, de morir de fiebre tifoidea, de un disparo de un soldado alemán que nos usaba de blanco, de inanición o simplemente, comprobar que se puede morir de tristeza, cuando vemos que un niño inocente es separado de sus padres que son llevados a un campo de concentración.

En julio de 1942 comenzó la Gran acción de realojamiento, donde se nos informó que seríamos “relocalizados en el Este”. Mi turno llegó a fines de ese mismo año, recuerdo el viaje, en un vagón repleto de gente, muchos eran judíos procedentes de Hungría, que hacía 3 días habían salido de Budapest y no habían sido alimentado, el hedor de cientos de personas encerradas me golpéo como un martillazo, ante mi impulso de retroceder, sentí un par de manos firmes de un oficial de la SS que me empujaba por la espalda violentamente dentro del compartimiento, cayendo sobre una niña de aspecto raquítico que moriría pocas horas después. Sentado codo a codo, en un rincón, tratando de estar lo más lejos posibles de la montaña de excremento que se acumulaba, vi voltear a un hombre de unos 35 años, cuyos cabellos ralos que cubrían solo los costados de su cabeza, dejando la frente descubierta, que en un suspiro y una mueca de dolor que dejaba ver dentadura perfecta que parecía pertenecer a otro rostro y no a aquel del hombre abatido que me hablaba con la mirada fija en el piso que aquel lugar donde íbamos “es una isla muerta. El hombre no viene allí para vivir, sino para, tarde o temprano, encontrar su muerte. Allí no hay espacio para la vida. Es una residencia de la muerte...” La muerte lo encontró aquella misma tarde, cuando bajamos , entre el mar de oficiales vestidos de verde-gris sobresalía uno, pulcramente peinado, que ordenó que formáramos una fila. Quedé detrás de Gradowski, que temblaba enfermizamente mientras se acercaba a quienes los conocidos llamaban Beppo, los judíos “el angel de la muerte” y sus subordinados Dr. Mengele, cuyo largo y delicado dedo índice, tras mirarnos rápidamente señalaba nuestro destino apuntando a la derecha o a la izquierda.
La fila se movía rápidamente, una vez que todos habíamos sido seleccionados, el Doctor ordenó tirar los niños, cuyas madres hubieran muerto, a los hornos de la lavandería, a modo de combustible. Y salió con paso resuelto.
Fuimos conducidos a los golpes hasta Auschwitz I, crucé el umbral y pude leer “Arbeit macht frei”, “el trabajo os hará libres” y allí sentí que comenzaba el principio del fin de mi propia historia, tras cruzar esa puerta, que separaba la vida de la muerte, la libertad de la esclavitud, en ese campo de la muerte, en el que minuto a minuto, hora a hora, semana a semana, la vida perdía la pulseada contra su acérrima enemiga.
Sabría después, que Gradowski fue obligado a desvestirse, y encerrado junto a los otros prisioneros para tomar un baño y un tratamiento desinfectante.
El miró ansiosamente la tubería, esperando el agua, pero por las mirillas se ventilación filtraron el agente Zyklon B y después de 25 minutos, cuando no hubo más actividad arrastraron el cuerpo inerte de Gradowski, donde fue sometido a la revisión final, en el que los arreglos de oro de su prolija dentadura fueron extraidos, junto con el anillo de compromiso que guardaba de su esposa, muerta meses atrás en el gueto. Su cabello, fue a para a una empresa textil regenteada por la SS, recientemente pruebas químicas demostraron que las alfombras producidas por esta empresa, contenian restos de Zyklon B, lo que prueba el uso del cabello de las víctimas en la fabricación. Uno de los niños del campo, corrió alegremente a su madre y le dijo “Matka jest naśnieżanie” , ella le respondió con una sonrisa “¡Ryszard no nieva en primavera!”, sentí como mi estómago se contraía cuando ví la columna de humo negro elevarse del crematorio y las cenizas a cubrirme el rostro.

La vida se las ingeniaba para seguir, pero la mano de hierro del nazismo de encargaba de exterminarla. Pola era una joven de Zakopane, que llevaba casi 11 meses en Auschwitz, desde hacía 4 ya era visible su embarazo, fruto de una violación por parte de un oficial de la SS (que de acuerdo a lo que logró leer en su uniforme era el general Rauff) por lo que se ganó el afecto de todos. El día que Pola dio a luz, asistida por una joven, que había sido enfermera en Gdnask tuvimos la visita del Dr. Mengele, junto a un colega al que le repetía " Cuando nace un niño judío no sé qué hacer con él: no puedo dejar al bebé en libertad, pues no existen los judíos libres; no puedo permitirles que vivan en el campamento, pues no contamos con las instalaciones que permitan su normal desarrollo; no sería humanitario enviarlo a los hornos sin permitir que la madre estuviera allí para presenciar su muerte. Por eso, envío juntos a la madre y a la criatura." Pola murió abrazada a su bebé y profiriendo un grito tan desgarrador que aún me despierta en medio de las noches cuando lo recuerdo.
El 27 de enero de 1945, el ejército soviético ingresó a Auschwitz y liberó a 7000 personas entre los que me encontraba yo, que estaba con un estado de salud muy deteriorado y fui abandonado para morir ahí, mientras la SS huía.
Nuestra comunidad fue la que más sufrió durante la guerra con más de 6 millones de muertos, en Auschwitz solamente perdieron la vida 1,5 millones.
Varsovia estaba en ruinas, pero la reconstruimos meticulosamente, la Ciudad Vieja, que es la zona en donde se había escrito toda nuestra historia, fue levantada usando los materiales originales, elementos decorativos, ladrillos, todo de los escombros, para levantarla milímetro a milímetro, exactamente igual a como la habían conocido nuestros abuelos, como la vimos caer nosotros, como la verían nuestros hijos

El Castillo Real, aquél sueño rojo, con su elegante torre en el medio, sede de las oficinas del rey desde 1619 reducido a grises montones de piedras, todavía humeantes y la Columna de Segismundo, con la figura del rey a más de 20 metros de altura, observando, vigilando su ciudad desde 1644, también demolida por los nazis.

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Este link es de el Album de Auschwitz, una serie de fotos impresionantes
http://www1.yadvashem.org/exhibitions/album_auschwitz/index.html